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FÁBULAS DE SAMANIEGO


FÁBULAS DE SAMANIEGO de Luz Zuluaga



El pescador y el pez

Recoge un pescador su red tendida
y saca un pececillo. «Por tu vida
-exclamó el inocente prisionero-,
dame la libertad; sólo la quiero,
mira que no te engaño,
porque ahora soy ruin; dentro de un año
sin duda lograrás el gran consuelo
de pescarme más grande que mi abuelo.
¡Qué! ¿Te burlas? ¿Te ríes de mi llanto?
Sólo por otro tanto
a un hermanito mío
un señor pescador le tiró al río.»
«¿Por otro tanto al río? ¡Qué manía!
-replicó el pescador-. Pues ¿no sabía
que el refrán castellano
dice: Más vale pájaro en mano...
A sartén te condeno; que mi panza
no se llena jamás con la esperanza.»

El charlatán
«Si cualquiera de ustedes
se da por las paredes
o arroja de un tejado
y queda a bien librar descostillado,
yo me reiré muy bien; importa un pito,
como tenga mi bálsamo exquisito.»
Con esta relación un chacharero
gana mucha opinión y más dinero,
pues el vulgo, pendiente de sus labios,
más quiere a un charlatán que a veinte sabios.
Por esta conveniencia
los hay el día de hoy en toda ciencia
que ocupan igualmente acreditados,
cátedras, academias y tablado .
Prueba de esta verdad será un famoso
doctor en elocuencia, tan copioso
de charlatanería,
que ofreció enseñaría
a hablar discreto cono fecundo pico
en diez anos de término a un borrico.
Sábelo el rey le llama, y al momento
le manda dé lecciones a un jumento;
pero bien entendido
que sería, cumpliendo lo ofrecido,
ricamente premiado;
mas cuando no, que moriría ahorcado.
El doctor asegura nuevamente,
sacar un orador asno elocuente.
Dícele callandito un cortesano:
«Escuche, buen hermano,
su frescura me espanta;
a cáñamo me huele su garganta.»
«No temáis, señor mío
-respondió el charlatán-, pues yo me río.
En diez años de plazo que tenemos,
el rey, el asno o yo ¿no moriremos?
Nadie encuentra embarazo
en dar un largo plazo
a importantes negocios; mas no advierte
que ajusta mal su cuenta sin la muerte.

El milano y las palomas
A las tristes palomas un milano
sin poderlas pillar seguía en vano;
mas él a todas horas
servía de lacayo a estas señoras.
Un día, en fin, hambriento e ingenioso,
así les dice: «¿Amáis vuestro reposo,
vuestra seguridad y conveniencia?
Pues creedme en mi conciencia:
en lugar de ser hoy vuestro enemigo,
desde ahora me obligo,
si la banda por rey me aclama luego,
a tenerla en sosiego
sin que de garra o pico tema agravio,
pues tocante a la paz seré un Octavio.»
Las sencillas palomas consintieron;
aclámanle por rey. «¡Viva-dijeron nuestro
rey el Milano!»
Sin esperar a más, este tirano
sobre un vasallo mísero se planta,
déjale con el viva en la garganta,
y continuando así sus tiranías
acabó con el reino en cuatro días.
Quien al poder se acoja de un malvado,
será, en vez de feliz, un desdichado.

El asno y el caballo
«¡Ah, quién fuese caballo!
-un asno melancólico decía-.
Entonces sí que nadie me vería
flaco, triste y fatal como me hallo.
Tal vez un caballero
me mantendría ocioso y bien comido,
dándose su merced por muy servido
con corvetas y saltos de carnero.
Trátanme ahora como vil y bajo;
de risa sirve mi contraria suerte;
quien me apalea más, más se divierte,
y menos como cuanto más trabajo.
No es posible encontrar sobre la tierra
infeliz como yo.» Tal se juzgaba,
cuando al caballo ve cómo pasaba
con su jinete y armas a la guerra.
Entonces conoció su desatino;
rióse de corvetas y regalos,
y dijo: «Que trabaje y lluevan palos;
no me saquen los dioses de pollino.»

Las ranas pidiendo rey
Sin rey vivía libre, independiente,
el pueblo de las ranas felizmente.
La amable libertad sólo reinaba
en la inmensa laguna que habitaba:
mas las ranas al fin un rey quisieron,
y a Júpiter excelso lo pidieron.
Conoce el dios la súplica importuna
y arroja un rey de palo a la laguna.
Debió de ser sin duda un buen pedazo,
pues dio Su Majestad tan buen porrazo,
que el ruido atemoriza al reino todo.
Cada cual se zambulle en agua o lodo,
y quedan en silencio tan profundo
cual si no hubiese ranas en el mundo.
Una de ellas asoma la cabeza,
y viendo a la real pieza,
publica que el monarca es un zoquete.
Congrégase la turba, y por juguete
le desprecian, le ensucian con el cieno
y piden otro rey, que aquél no es bueno.
El padre de los dioses, irritado,
envía un culebrón, que a diente airado,
muerde, traga. castiga
y a la mísera grey al punto obliga
a recurrir al dios humildemente.
«Padeced -les responde -eternamente;
que así castigo a aquel que no examina
si su solicitud será su ruina.»

La zorra y la gallina
Una zorra cazando,
de corral en corral iba saltando.
A favor de la noche en una aldea
oyó al gallo cantar. ¡Maldito sea!
Agachada y sin ruido,
a merced del olfato y del oído,
marcha, llega. y oliendo a un agujero,
«Éste es», dice, y se cuela al gallinero.
Las aves se alborotan, menos una,
que estaba en cesta como niño en cuna
enferma gravemente.
Mirándola la zorra astutamente,
le pregunta: «¿Qué es eso, pobrecita?
¿Cuál es tu enfermedad? ¿Tienes pepita?
Habla. ¿Cómo lo pasas, desdichada?»
La enferma le responde apresurada:
«Muy mal me va, señora, en este instante;
muy bien si usted se quita de delante.»
¡Cuántas veces se vende un enemigo,
como gato por liebre, por amigo!
Al oír su fingido cumplimiento
respondiérale yo para escarmiento:
¡Muy mal me va, señor, en este instante;
muy bien si usted se quita de delante!

El león enamorado
Amaba un león a una zagala hermosa;
pidióla por esposa .
a su padre, pastor, urbanamente.
El hombre, temeroso, mas prudente,
le respondió: «Seor, en mi conciencia
que la muchacha logra conveniencia;
pero la pobrecita, acostumbrada
a no salir del prado y la majada
entre la mansa oveja y el cordero,
recelará tal vez que seas fiero.
No obstante, bien podremos, si consientes,
cortar tus uñas y limar tus dientes,
y así verá que tiene tu grandeza
cosas de majestad, no de fiereza.»
Consiente el manso león enamorado,
y el buen hombre le deja desarmado.
Da luego un silbido,
llegan el Matalobos y Atrevido,
perros de su cabaña; de esta suerte
al indefenso león dieron la muerte.
Un cuarto apostaré a que en este instante
dice hablando del león algún amante,
que de la misma muerte haría gala
con tal que se le diese la zagala:
Deja, Fabio, el amor; déjalo luego;
mas hablo en vano, porque siempre ciego,
no ves el desengaño,
y así te entrega a tu propio daño.

El congreso de los ratones
Desde el gran Zapirón el blanco y rubio
que después de las aguas del diluvio
fue padre universal de todo gato,
ha sido Miauragato
quien más sangrientamente
persiguió a la infeliz ratona gente.
Lo cierto es que obligada
de su persecución, la desdichada
en Ratópolis tuvo un Congreso.
Propuso el elocuente Roequeso
echarle un cascabel y de esa suerte
al ruido escaparían de la muerte.
El proyecto aprobaron uno a uno.
¿Quién lo ha de ejecutar? Eso, ninguno.
«Yo soy corto de vista. » «Yo muy viejo.»
« Yo gotoso » -decían. El consejo
se acabó como muchos en el mundo:
proponen un proyecto sin segundo;
lo aprueban; hacen otro; ¡qué portento!
Pero ¿la ejecución?... Ahí está el cuento.

El charlatán y el rústico
«!Lo que jamás se ha visto ni se ha oído
verán ustedes; atención les pido.»
Así decía un charlatán famoso.
cercado de un concurso numeroso.
En efecto, quedando todo el mundo
en silencio profundo,
remedó a un cochinillo de tal modo,
que el auditorio todo,
creyendo que le tiene y que le tapa,
atumultuado grita: ¡Fuera capa!
Descubrióse, y al ver que nada había,
con vítores le aclaman a porfía.
«Pardiez-dijo un patán-que yo prometo
para mañana, hablando con respeto,
hacer el puerco más perfectamente;
si no, que me lo claven en la frente.»
Con risa prometió la concurrencia
a burlarse del payo su asistencia.
Llegó la hora; todos acudieron.
No bien al charlatán gruñir oyeron
gentes a su favor preocupadas.
¡Viva!, dicen al son de la palmadas.
Sube después el rústico al tablado
con un bulto en la capa y embozado;
imita al charlatán en la postura
de fingir que un lechón tapar procura;
mas estaba la gracia en que era el bulto
un marranillo que tenía oculto.
Tírale callandito de la oreja;
gruñendo en tiple el animal se queja;
pero al creer que es remedo el tal gruñido,
aquí se oía un ¡fuera!, allí un silbido,
y todo el mundo queda
en que es el otro quien mejor remeda.
El rústico descubre su marrano;
al público lo enseña, y dice ufano:
«¿Así juzgan ustedes?
¡O preocupación y cuánto puedes!»

El viejo y la muerte
Entre montes, por áspero camino,
tropezando con una y otra peña,
iba un viejo cargado con su leña,
maldiciendo su mísero destino.
Al fin cayó, y viéndose de suerte
que apenas levantarse ya podía,
llamaba con colérica porfía
una, dos y tres veces a la muerte.
Armada de guadaña, en esqueleto
la Parca se le ofrece en aquel punto;
pero el viejo, temiendo ser difunto,
lleno más de temor que de respeto, .
trémulo la decía. y balbuciente:
¡Yo..., señora.., os llamé desesperado;
pero...» .Acaba; ¿qué quieres, desdichado?»
«Que me carguéis la leña solamente.»
Tenga paciencia quien se cree infelice,
que aun en la situación más lamentable
es la vida del hombre siempre amable:
el viejo de la leña nos lo dice.

El enfermo y el médico
Un miserable enfermo se moría,
y el médico importuno le decía:
«Usted se muere, yo se lo confieso;
pero por la alta ciencia que profeso,
conozco y le aseguro firmemente
que ya estuviera sano
si se hubiese acudido má temprano
con el benigno clíster detergente.»
El triste enfermo que le estaba oyendo
volvió la espalda al médico diciendo:
«Señor Galeno, su consejo alabo;
al asno muerto, la cebada al rabo.»
Todo varón prudente
aconseja en el tiempo conveniente;
que es hacer de la ciencia vano alarde
dar el consejo cuando llega tarde

La zorra y las uvas
Es voz común que a más del mediodía,
en ayunas la Zorra iba cazando;
halla una parra, quédase mirando
de la alta vid el fruto que pendía.
Causábala mil ansias y congojas
no alcanzar a las uvas con la garra,
al mostrar a sus dientes la alta parra
negros racimos entre verdes hojas.
Miró, saltó y anduvo en probaduras,
pero vio el imposible ya de fijo.
Entonces fue cuando la Zorra dijo:
«No las quiero comer. No están maduras.»
No por eso te muestres impaciente,
si se te frustra, Fabio, algún intento:
aplica bien el cuento,
y di: «No están maduras», frescamente.

La cierva y la viña
Huyendo de enemigos cazadores
una cierva ligera,
siente ya, fatigada en la carrera,
más cercanos los perros y ojeadores
N o viendo la infeliz algún seguro
y vecino paraje
de gruta o de ramaje,
crece su timidez, crece su apuro.
Al fin, sacando fuerzas de flaqueza,
continúa la fuga presurosa,
halla al paso una viña muy frondosa,
y en lo espeso se oculta con presteza.
Cambia el susto y pesar en alegría
viéndose a paz ya salvo en tan buena hora:
olvida el bien, y de su defensora
los frescos verdes pámpanos comía.
Mas ¡ay!, que de esta suerte,
quitando ella las hojas de delante,
abrió paso a la flecha penetrante,
y el listo cazador le dio la muerte.
Castigó con la pena merecida
el justo cielo a la cierva ingrata.
Mas ¿qué puede esperar el que maltrata
al mismo que le está dando la vida?

El asno cargado de reliquias
De reliquias cargado
un asno recibía adoraciones,
como si a él se hubiesen consagrado
reverencias, inciensos y oraciones.
En lo vano, lo grave y lo severo
que se manifestaba,
hubo quien conoció que se engañaba,
y le dijo: «yo infiero
de vuestra vanidad vuestra locura:
el reverente culto que procura
tributar cada cual este momento,
no es dirigido a vos, señor jumento,
que sólo va en honor, aunque lo tientas,
de la sagrada carga que sustentas.»
Cuando un hombre sin mérito estuviere
en elevado empleo o gran riqueza,
y se ensoberbeciere
porque todos le bajan la cabeza
para que su locura no prosiga,
tema encontrar tal vez con quien le diga:
«Señor jumento, no se engría tanto,
que si besan la peana es por el santo.»

El león y el ratón
Estaba un ratoncillo aprisionado
en las garras de un león. El desdichado
en la tal ratonera no fue preso
por ladrón de tocino ni de queso,
sino porque con otros molestaba
al león, que en su retiro descansaba.
Pide perdón, llorando su insolencia;
responde el rey con majestuoso tono
-no dijera más Tito-: «Te perdono.»
Poco después, cazando el león, tropieza
en una red oculta en la maleza;
quiere salir, mas queda prisionero;
atronando la selva ruge fiero.
El libre ratoncillo que lo siente,
corriendo llega, roe diligente
los nudos de la red de tal manera,
que al fin rompió los grillos de la fiera.
Conviene al poderoso
para los infelices ser piadoso;
tal vez se pueda ver necesitado
del auxilio de aquel más desdichado.

El asno y el caballo
Iban, mas no sé adónde ciertamente,
un caballo y un asno juntamente;
éste cargado, pero aquél sin carga.
El grave peso, la carrera larga,
causaron al borrico tal fatiga,
que la necesidad misma le obliga
a dar en tierra. «Amigo compañero,
no puedo más -decía-; yo me muero;
repartamos la carga y será poca;
si no, se me va el alma por la boca.»
Dice el otro: «Revienta enhorabuena;
¿por eso he de sufrir la carga ajena?
¡Gran bestia seré yo si tal hiciere!
¡Miren y qué borrico se me muere!»
Tan justamente se quejó el jumento,
que expiró el infeliz en el momento.
El caballo conoce su pecado,
pues tuvo que llevar, mal de su grado,
los fardos y aparejos, todo junto,
ítem más el pellejo del difunto.
Juan, alivia en sus penas al vecino;
y él, cuando tú las tengas, déte ayuda;
si no lo hacéis así, tened sin duda
que seréis el caballo y el pollino.

El labrador y la Providencia
Un labrador cansado
en el ardiente estío,
debajo de una encina
reposaba pacífico y tranquilo.
Desde su dulce estancia
miraba agradecido
el bien con que la tierra
premiaba sus penosos ejercicios.
Entre mil producciones,
hijas de su cultivo,
veía calabazas,
melones por los suelos esparcidos.
«¿Por qué la Providencia
-decía entre sí mismo-puso
a la ruin bellota
en elevado, preeminente sitio?
¡Cuánto mejor sería
que, trocando el destino,
pendiesen de las ramas
calabazas, melones y pepinos!»
Bien oportunamente
al tiempo que esto dijo,
cayendo una bellota
le pegó en las narices de improviso.
«¡Pardiez! prorrumpió entonces
el labrador sencillo-.
Si lo que fue bellota
algún gordo melón hubiera sido,
desde luego pudiera
tomar a buen partido
en caso semejante
quedar desnarigado, pero vivo.»
Aquí la Providencia
manifestarle quiso
que supo a cada cosa
señalar sabiamente su destino.
A mayor bien del hombre
todo está repartido;
preso el pez en su concha
y libre por el aire el pajarillo.

El cuervo y el zorro
En la rama de un árbol,
bien ufano y contento,
con un queso en el pico
estaba el señor cuervo.
Del olor atraído
un zorro muy maestro,
le dijo estas palabras,
o poco más o menos:
«Tenga usted buenos días,
señor cuervo, mi dueño;
vaya que estáis donoso,
mono, lindo en extremo;
yo no gasto lisonjas,
y digo lo que siento;
que si a tu bella traza
corresponde el gorjeo,
juro a la diosa Ceres,
siendo testigo el cielo,
que tú serás el fénix
de sus vastos imperios.»
Al oír un discurso
tan dulce y halagüeño
de vanidad llevado,
quiso cantar el cuervo.
Abrió su negro pico,
dejó caer el queso;
el muy astuto zorro,
después de haberlo preso,
le dijo: «Señor bobo,
pues sin otro alimento,
quedáis con alabanzas
tan hinchado y repleto,
digerid las lisonjas
mientras yo como el queso.»
Quien oye aduladores,
nunca espere otro premio.

El cazador y la perdiz
Una perdiz en celo reclamada
vino a ser en la red aprisionada.
Al cazador la mísera decía:
«Si me das libertad, en este día
te he de proporcionar un gran consuelo:
por ese campo extenderé mi vuelo;
juntaré a mis amigas en bandada,
que guiaré a tus redes engañadas
y tendrás, sin costarte dos ochavos,
doce perdices como doce pavos.»
«¡Engañar y vender a tus amigas!
¿y así crees que me obligas?
-respondió el cazador-. Pues no, señora;
muere y paga la pena de traidora.»
La perdiz fue bien muerta; no es dudable:
la traición, aun soñada, es detestable.

El asno vestido de león
Un asno disfrazado
con una grande piel de león andaba;
por su temible aspecto, casi estaba
desierto el bosque, solitario el prado;
pero quiso el destino
que le llegase a ver desde el molino
la punta de una oreja el molinero.
Armado entonces de un garrote fiero
dale de palos, llévalo a su casa;
divúlgase al contorno lo que pasa;
llegan todos a ver en el instante
al que habían temido león reinante,
y haciendo mofa de su idea necia,
quien más le respetó, más le desprecia.
Desde que oí del asno contar esto,
dos ochavos apuesto,
si es que Pedro Fernández no se deja
de andar con el disfraz de caballero,
a vueltas del vestido y del sombrero,
que le han de ver la punta de la oreja.

La gallina de los huevos de oro
Érase una gallina que ponía
un huevo de oro al dueño cada día.
Aun con tanta ganancia mal contento,
quiso el rico avariento
descubrir de una vez la mina de oro,
y hallar en menos tiempo más tesoro.
Matóla; abrióla el vientre de contado;
pero, después de haberla registrado,
¿qué sucedió? que muerta la gallina,
perdió su huevo de oro y no halló mina.
¡Cuántos hay que teniendo lo bastante,
enriquecerse quieren al instante,
abrazando proyectos
a veces de tan rápidos efectos,
que sólo en pocos meses,
cuando se contemplaban ya marqueses,
contando sus millones,
se vieron en la calle sin calzones!

 

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